En un artículo publicado en abril de 1931, George Orwell narra la estancia de un hombre en un albergue para vagabundos. Los desafortunados tienen que vivir en condiciones inhumanas porque el frío de la ciudad es infinitamente peor. Durante una noche, al protagonista de la historia le llamó la atención un hombre que resaltaba de todo el grupo; al hablar con él, se dio cuenta de que era letrado y que creía no formar parte del resto de los vagabundos:
Puede que su cuerpo estuviera en el albergue, pero su espíritu flotaba más allá, en el puro éter de la clase media.
Años antes, Marx consideró que sus contemporáneos utilizaron un proceso imaginativo similar al que llevó a este pobre hombre a escapar de su realidad. Interpretó que los filósofos de su época sólo se habían preocupado por las cuestiones inmateriales. Por si fuera esto poco, las clases que tenían a su disposición los medios de producción al mismo tiempo controlaban toda la producción espiritual.
A principios de siglo XX, el triunfo de la Revolución Rusa tomó consciencia de estas problemáticas e intentó modificarlas. Se concibió que el arte solamente había servido a la clase dominante al retratar los rostros de las grandes aristocracias europeas o a las deidades adoradas por la Iglesia, las cosas no podían seguir así, el arte debía ser cambiado.
En principio las vanguardias parecían ser la mejor representación de la misión comunista. Al igual que los soviéticos, estos movimientos buscaron revolucionar por completo su universo. Sin embargo, en poco tiempo esta corriente fue rechazada al considerarla una muestra de la burguesía. La revolución no podía seguir con lo ya creado, la Unión Soviética necesitaba un arte propio.
El Realismo socialista nació con el objetivo de propagar la meta del socialismo y el comunismo. Para cumplir esta misión se exaltaron a las clases bajas por medio de pinturas que retrataron la vida diaria del trabajador y los campesinos. En pocas palabras, el arte debía de dejar de servir a la inspiración poética para convertirse en un vehículo que llevaría al proletariado a una transformación ideológica.
Estas medidas obligaron a diversos artistas a abandonar el país, pero personajes como Borís Kustódiev, Kuzma Petrov Vodkin, Isaak Brodsky, Yuri Neprintsev, Alexander Samokhvalov, Alexander Deineka y Yuri Pimenov demostraron que a pesar de las regulaciones, todavía había lugar para la belleza.
Las obras artísticas debían de cumplir con ciertos puntos para ser aceptadas:
- Tenían de ser relevantes para los trabajadores.
- Tenían que proyectar escenas diarias.
- Debían ser realistas.
- Estaban obligadas a coincidir con las visiones del Estado y el Partido.
En esta realidad tampoco se podía retratar todo, se tenían que omitir cualquier aspecto que reflejara la pobreza y la miseria del pueblo. Todo trabajador y campesino debía tener un aura heroica que, supuestamente, animaría al proletariado.
En el arte soviético desgraciadamente el realismo alcanzó y devoró a la utopía. Lo que parecía una corriente artística que rivalizaría con las vanguardias, se limitó a ser una política de estado que castigó severamente a la innovación. Aún así, los increíbles testimonios plásticos de los artistas de la época son muestra de una realidad ficticia pero hermosa.
Fuente: Cultura Colectiva
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