Señala la biografía de Joel-Peter Witkin (1939) que su padre judío y madre católica romana no pudieron superar sus diferencias religiosas y se divorciaron cuando él aún era joven, quedando al cuidado de su madre, que lo crió junto a su hermano mellizo en un ambiente profundamente religioso.
El fotógrafo estadounidense afirma que su particular visión del mundo fue marcada de forma indeleble por un episodio que presenció cuando niño, acontecimiento fundamental para introducirnos en su obra. Esto habría ocurrido un domingo cuando su madre se dirigía a la iglesia con él y su hermano. Al llegar, fueron testigos de un horroroso accidente, el cual habría involucrado a tres vehículos, todos con numerosas familias en su interior. A los pies de Witkin habría rodado una pelota que el tomó entre sus manos y que resultó no ser tal, al constatar éste la mirada fría de un niño que lo observaba.
Memento mori es una frase latina que suele traducirse como «recuerda que morirás» (en el sentido de que debes recordar tu mortalidad como ser humano) y que solía usarse para recordar e identificar un tema frecuente en el arte y la literatura, como es el de la fugacidad de la vida. A su vez, Ars moriendi, o el arte de morir, hace referencia directa al memento mori, y da a luz dos textos interrelacionados escritos en latín que contienen consejos sobre los protocolos y procedimientos para una buena muerte y sobre cómo «morir bien», de acuerdo con los preceptos cristianos de finales de la Edad Media.
El Ars moriendi contenía seis capítulos entre los cuales se señalaba que la muerte no era algo a lo cual temer; de igual forma, advertía contra las tentaciones de la falta de fe, la impaciencia, el orgullo y la codicia en el momento de morir y, por último, ponía especial énfasis en la figura de Cristo y sus poderes redentores.
Vanitas vanitatum omnia vanitas o “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, señala el Eclesiastés en la Biblia. Vanitas es el término latino, que puede traducirse por vanidad, y que también designa una categoría particular de pintura llamada bodegón. Las “vanitas” se desarrollaron con profusión en el barroco y su mensaje pretendía transmitir la inutilidad de los placeres mundanos frente a la certeza de la muerte, animando a la adopción de un sombrío punto de vista sobre el mundo.
En las vanitas los objetos representados son frágiles y precarios, en donde el tiempo pasa inexorable, preludiando el fin de la vida. Entre todos estos objetos simbólicos, la osamenta del cráneo humano, símbolo de la muerte por antonomasia, es uno de los más corrientes y su uso es una escalofriante advertencia del memento mori (“acuérdate de que vas a morir”).
Al alero de la calavera, todo objeto que represente el saber, la ciencia, riqueza, placeres o la belleza quedan subsumidos ante la inminencia del fin. Las vanitas denuncian la relatividad del conocimiento y la presunción del género humano al aferrarse a lo pasajero. Otros elementos que suelen encontrarse en las vanidades son: fruta pasada, que representa lo efímero como senescencia; las burbujas, que simbolizan la brevedad de la vida y lo repentino de la muerte; humo y relojes de arena, que aluden a la caducidad; e instrumentos musicales, emblemas de la fugacidad y la naturaleza transitoria de la vida.
Después de mucho tiempo, el fotógrafo norteamericano Joel-Peter Witkin revisitará el tópico del memento mori y de las vanitas, elaborando la obra fotográfica Ars moriendi, en donde una hermosa mujer desnuda y recostada sobre un género oscuro lleva enguantadas las manos y en ellas sostiene un espejo boca abajo (¿símbolo de la evanescencia de la belleza?) y una pluma, símbolo de la escritura, del saber en las vanitas.
Siete decapitadas cabezas (capiteles, siete pecados capitales) de seres humanos con distinto grado de putrefacción acechan, amenazan la belleza impávida de la mujer, que seductoramente mira al espectador. En la Vanitas de Witkin la muerte entra a escena mismamente poniendo en escena lo atroz. La calavera como objeto simbólico deviene en cabeza decapitada de un sujeto particular. Rasgos y señas de quien fue permanecen adheridos a la calavera a través de sus carnes. El ojo sin brillo, aun mira sorprendido. La boca guarda una vaga sonrisa, o peor aún, una mueca de dolor. Girones de carne penden aun de las cabezas las cuales se reparten caprichosamente alrededor de la bella mujer. La alegoría de la vanitas se viene de bruces y emerge la fotografía con toda la brutalidad del testimonio poniendo a la vista el “horror” de la muerte, abriendo a la contemplación, a su vez, el sufrimiento que carga el cadáver en cuanto a historia.
No solo diferentes niveles de descomposición confluyen en la imagen sino que también el desgarro y el desmembramiento participan del espectáculo propuesto por Witkin. La metáfora es ajusticiada con alevosía y una hiperrealidad posmoderna entra a escena, cosificando las cabezas como elementos estéticos, restando toda dignidad al cadáver y agregando mayor violencia al espectáculo de la crueldad.
Señala Lipovetsky que la “crueldad” sólo es posible allí donde reina el “derecho indiscutible de la fuerza y del vencedor”, donde existente un evidente “desprecio hacia la muerte o compasión por el enemigo”, valores que tienen por fin suscitar no sólo la ostentación física o material, sino también “desvalorizar las vivencias íntimas de uno mismo como del otro”, privilegiando “la gloria de la sangre” a través del “prestigio social conferido por los signos de la muerte”.
Señala a su vez Bataille que la muerte es la “violencia significada”, esto es, “por un lado el horror que nos aleja, vinculado al apego que inspira la vida; por otro un elemento solemne, al mismo tiempo que aterrador, nos fascina e introduce un trastorno soberano”. Y más adelante, precisa que el muerto es un peligro para los que lo sobreviven, y que más que poner el cadáver a resguardo, nosotros somos los que procuramos resguardarnos de él: “A menudo la idea de ‘contagio’ se vincula a la descomposición del cadáver, en el que se ve una fuerza temible, agresiva”.
Por lo tanto, la vanitas es desplazada por Witkin a otro espacio, a aquel que Barthes señala como el de la “muerte literal” o el de la “muerte llana”. Este espacio interroga a su vez aquel consignado al “rito funerario”. Ambos espacios se crispan en aquella sociabilización / desociabilizacion del cadáver.
Virginia De la Cruz Licher, en su ensayo Más allá de la propia muerte. En torno al retrato fotográfico fúnebre, dice que “existen dos maneras de representar a un muerto: una que mostraría el cuerpo de forma improvisada debido a lo inesperado de su fallecimiento (es el caso de imágenes de guerra), y otra que lo presentaría de forma preparada estableciendo así una serie de rituales”. Postula también De la Cruz que ante la evidencia del cadáver habría surgido la teoría del alma y la creencia en la inmortalidad, creencias a última hora que procuraban aplacar el miedo que producía la muerte.
El rito, por tanto, es una “escenificación”, y fue ésta la razón del nacimiento del “rito funerario”. El rito procuraba exorcizar los miedos a todo lo desconocido que contiene la muerte. Diferentes etapas eran necesarias para salvar y ayudar el alma a liberarse. Así también, y en paralelo al difunto, los ritos funerarios debían ir en apoyo de los vivos más cercanos, los que experimentan una muerte en vida. El rito en lo esencial se nutre del símbolo, para darle un sentido de trascendencia a la muerte y en este ámbito la fotografía ejercería su rol taxidermista, desplegando una ritualidad paralela a la del “rito fúnebre”.
Precisa Roland Barthes en La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía que la fotografía entendida como un objeto de duelo fija su papel como “testimonio”, como “trámite tanatológico” que permite un día ver “lo que ha sido”, como además fijar “el horror de la muerte en su banalidad”, permitiéndonos contemplar la “muerte llana”. El fotógrafo es, por lo tanto, un “taxidermista” y la fotografía asimbólica en su “rito de muerte”. El cadáver por lo tanto no es ni un vivo ni una cosa, “es una presencia/ausencia o, más bien, una presencia que se hace ausencia”.
En su positividad la fotografía funcionaría, entre otras cosas, como arma defensiva: frente a la descomposición de la muerte apareciendo como la “recomponedora” de la imagen ante la inminencia de la desaparición del modelo. En palabras de Ruiz de Samaniego, las imágenes fotográficas sólo revelan de los muertos su vacío, “revelan su vaciarse para propiciar las máscaras del mundo, revelan el velamiento esencial en que ellos se hallan y su develamiento o desocultamiento por mano de un sujeto que sólo puede captar de ese proceso la simulación de una imagen”.
La muerte, la guerra, las enfermedades, pueden ser objeto de representación artística. Pero hay un tipo de objetos que no admiten representación artística sin eliminar cualquier satisfacción estética en el espectador. ¿Es artística una obra que representa algo asqueroso y suscita el asco? Señala Leonardo da Vinci ante la experiencia de abrir cadáveres la “repugnancia de estómago” que producía “el pasar las horas nocturnas en compañía de cadáveres cortados y lacerados, horribles de ver”.
George Bataille, a su vez, refiere lo asqueroso de la muerte, a aquella “amenaza pegajosa” de la descomposición que amenaza a los sobrevivientes. De igual forma, especifica: “Esas materias movientes, fétidas y tibias, cuyo aspecto horroroso, en las que la vida fermenta, esas materias en las que bullen los huevos, los gérmenes y los gusanos están en el origen de esas reacciones que llamamos náusea, repugnancia, asco”.
Kant argumenta que lo asqueroso no puede ser objeto de representación estética, asunto que sí puede lograr lo feo, pues no permite que se genere el sentimiento de placer que en el caso de lo meramente feo podría proceder de la forma racional que el artista proporcionaría a la obra. Sin tal sentimiento de placer, no cabe juicio de belleza y tampoco, en el razonamiento de Kant, cabe el arte. Lo “morboso” y lo “asqueroso” se encuentran en el cadáver, más aún, cuando la podredumbre se manifiesta. Lo opuesto a lo bello no es lo feo, sino lo asqueroso: “…sólo una especie de fealdad no puede ser representada conforme con la naturaleza sin echar por tierra toda la complacencia estética y, con ello la belleza artística: es la fealdad que inspira asco”.
En la fotografía de Witkin lo “asqueroso” queda mediatizado por su forma en una operación “abyecta” que seduce en su superficie, subsumiendo lo “morboso”. Justamente uno de los intereses en las obras de Witkin radica en su “obsesión por la muerte”, expuesta en la teatralización de los cadáveres. En Rostro de mujer, el “descaro” y absoluta indolencia por parte del simio ante la cabeza-florero exacerba lo grotesco de la escenificación. Apoteosis teatral de la muerte, a través de un mono que juega con una cabeza decapitada –“cuerpo putrefacto, sin vida, transformado completamente en deyección, elemento híbrido entre lo animado y lo inorgánico”–, que lleva el tema de la vanitas y su memento mori al absurdo, y hace de la precariedad de la vida –más que un ars morendi–, una alegoría de lo patético. Lo que aquí hay es la manipulación arbitraria, y sobretodo cruel, de un cadáver desposeído de humanidad –cabeza decapitada–, convertido en marioneta de un capricho, de un disparate “divertido e ingenioso”.
La “profanación” como una operativa estética sería un proceder ya asentado con el advenimiento de la modernidad, según Jurgen Habermas, en tanto “manera de neutralizar las pautas de la moralidad y la utilidad”. “Esta conciencia estética realizaría continuamente una representación dialéctica entre el secreto y el escándalo público”, conformando a su vez una “fascinación de ese horror que acompaña al acto de profanar, y sin embargo está siempre escapando de los resultados triviales de la profanación”.
Donald Kuspit señala que “el espectáculo se ha convertido en parte esencial de la banalidad posmoderna”, sobre todo en una sociedad donde impera el culto a “Narciso” (Lipovetsky, 1986). Al respecto, y sumado el uso de las “heces” como tópico destacado en el postarte, Hanna Segal refiere al “terror constante” del artista narcisista, a que su producto se revele como “mierda auto-creada” en cuanto a que “carezca de vida”. En esta misma dirección, señala Kuspit que el “material desperdiciado de la vida diaria” deviene en gracioso espectáculo al ser elevado al cada vez más dudoso estatus artístico. La muerte así entendida –como simple deyección o residuo–, sería el objeto por la cual la fotografía –paralela al rito funerario–, ejecutaría su rol “embalsamador” en el cadáver a través de su política del “clic”.
Quizás en donde más dramáticamente se haga sentir lo atroz de la mutilación sea en la decapitación. En Hombre sin cabeza, Witkin ha dispuesto teatralmente un cuerpo decapitado y sentado desnudo plácidamente en una escenografía compuesta macabramente. Literalmente, el hombre ha perdido la cabeza pero no los calcetines. El cuerpo dispuesto sobre una mesa como “modelo a retratar” es despojado de cualquier signo físico de dolor, es más, Witkin lo “articula” como si estuviera vivo; sarcasmo trabajado en “carne viva” en todo su esplendor: “lo macabro es superado por la apoteosis del teatro hollywoodense de la crueldad”. Jamás nos enteramos de qué le ha pasado al sujeto ahí fotografiado, mucho menos quien es él.
El decapitar, como el desmembrar, lleva en sí una alevosía que transgrede la “simple” muerte, otorgándole un valor ignominioso al cadáver, al desunirlo, al fragmentarlo, proyectando con este acto una maledicencia más allá de la vida. Decapitar es desunir pero además es agraviar, es incorporar crueldad al hecho en sí ya doloroso de la muerte.
El acto de decapitar representa el gesto supremo de la atrocidad: La pérdida de la razón en su sentido más extenso y literal. Decapitar a alguien es denostar no sólo el cuerpo y su linaje familiar, sino que su cultura, con todos los valores sobre la muerte que ella conlleva. Decapitar a alguien es quitarle identidad. El tema identitario del cadáver no es un asunto menor, menos en América del Sur.
Su vaciamiento nominal no puede resultar indiferente al momento de cosificar miembros amputados como objetos estéticos. La decapitación o amputación hace de la muerte un espectáculo aún más sórdido, dándole a lo obsceno (ob-skena: fuera de escena) un valor superlativo. El contenido fuera de cuadro brilla literalmente por su ausencia en las fotografías de Witkin, saturando las imágenes de angustia, abandono y desolación.
Ciertamente estas cabezas y cuerpos remiten a un afuera que señala “muertes violentas”, un acontecimiento de suyo horroroso, trágico y dramático y que como “rito fotográfico” en su operación estética, sólo logra maquillar la “atrocidad”, en una operación más bien cosmética, que ignora el hecho policial o criminal. Las poéticas de la crueldad, aparte de tener destinatario deben tener clara procedencia, ahí uno de los atributos de la fotografía.
¿Arte en “campo expandido” posmoderno o perversión pura y dura? ¿La estetización de la crueldad acaso da carta de nacionalidad en el arte? ¿Por qué? ¿Quién lo dice? ¿Dónde el punto de inflexión? ¿Cuál la crítica? ¿Cuál su política?
El fotógrafo Andrés Serrano, en la obra The Morgue, Jane Doe Killed by Police, opera en sentido inverso al de Witkin, incorporando a la imagen información fundamental a través de la palabra, a través del título de la obra, como «quién es la fotografiada” (Jane Doe), “qué le paso” (la mató un policía) y, por ende, “por qué está allí” (morgue). Serrano “produce” el hecho estético, luz, encuadre, color, etc., a partir del hecho biográfico-policial esencial de la retratada: nombre, razón del deceso, lugar del cuerpo, fecha.
“Jane Doe” o “John Doe” es lo que comúnmente se emplea en los Estados Unidos para referirse a los que se desconoce su nombre real, ya sea porque éstos desean mantener un anonimato en asuntos legales, o porque simplemente enfermos o ya muertos, no tienen identificación o nadie que los reclame en los hospitales o morgues.
Al nominar al desconocido con un “nombre común”, se le otorga además –por más precario que sea éste– un “contexto” y una “pertenencia”, sacándolo del atroz “anonimato” donde no es nadie ni nada. En esta operación de “humanización” no sólo se recupera de la “cosa” un atributo particular del “ser alguien”, sino que al rebautizarlo nuevamente se lo sociabiliza. ¿Qué es un cadáver sin nombre? ¿Una cosa ingrata? ¿Un otro sin historia? Sin duda esta operación de Serrano sobre el N.N. pone en valor justamente lo atroz de lo “innombrado”, en cuanto a la violencia de lo acaecido no recae en “nadie”, o lo que es peor, en un “cadáver sin nombre”.
La cabeza es “rostro y rastro” de una mirada perdida, de un recuerdo; es identidad. Las violaciones de los derechos humanos en Chile se refieren al conjunto de acciones de persecución de opositores, represión política y terrorismo de Estado, llevadas a cabo por las Fuerzas Armadas y de Orden, agentes del Estado y por civiles al servicio de los organismos de seguridad de la época, durante el Régimen Militar de Augusto Pinochet en Chile entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990.
De acuerdo a los informes de la época, la cifra de víctimas directas ascendería, al menos, a unas 35.000 personas, de las cuales unas 28.000 fueron torturadas, 2.279 de ellas ejecutadas y unas 1.248 “continúan” como Detenidos Desaparecidos. Fue, y es justamente a través de las cabezas, de los rostros y las fotos de éstos que las agrupaciones de detenidos desaparecidos se sirvieron para buscar por años a sus seres queridos. Pesquisa dolorosa en procura de los cuerpos que partía desde la cabeza, de sus características específicas, del rostro, de su nombre e historia.
Si bien es cierto que hay una gran distancia en el actuar de los agentes de seguridad que torturan, matan y hacen desaparecer los cuerpos, con el proceder de Witkin tampoco es menos cierto que ambos procederes “cosifican” de una manera muy similar los cadáveres, otorgándoles una maleabilidad perturbadora por decir lo menos, que profana y usurpa el estatuto social del cadáver a través del “rito mortuorio”.
Paradójicamente, el torturado deviene como muerto en vida y su cuerpo en “objeto para el espectáculo de la disección y materia prima para el placer” del que lo tortura. Si en Serrano el “cadáver” adquiere condición de “denuncia” ante lo ocurrido, en los detenidos desaparecidos políticos adquiere el carácter de lo “atroz” vía ocultamiento del mismo, y en Witkin, el carácter “banal”, de marioneta en la teatralidad posmoderna.
No mencionar los nombres (procedencia) de los cadáveres en Witkin es el reverso de “nombres sin cadáveres” de las prácticas de desaparecimiento político en Sudamérica. No dar procedencia a los cuerpos, o pedazos de ellos, es invisibilizar las historias de los propios materiales que el fotógrafo norteamericano se da para su trabajo.
En la obra de Witkin que refiere a la muerte, cabe destacar al menos tres características relevantes en el momento de analizar sus fotografías. Primeramente, hay que señalar que los muertos utilizados por el fotógrafo son justamente “estos y no cualquiera”. En segundo lugar, hay que considerar que estos muertos no son “cuerpos exhumados”, son “cuerpos insepultos”. Y, por último, estos muertos “son lo que son en cuanto a residuos”, específicamente fragmentos mutilados, partes de un todo, con una sorda historia narrada tan sólo por algunas vagas señas. A su vez, sobre estas tres características de la muerte y sus muertos en la obra del fotógrafo norteamericano se sobreponen tres “violencias” o “agravantes”, que operan subrepticiamente sobre los cadáveres y que comparecen veladamente en las fotografías, soslayando la espectacularidad escenográfica.
En primer lugar, hay que reparar en los “diferentes grados de putrefacción” de los miembros fotografiados, que dan cuenta de una densidad mortuoria, otorgándole un espesor temporal al cadáver, encarnado en el proceso violento de la podredumbre, proceso que justamente procura exorcizar el “ritual mortuorio”. La amenaza de la “podredumbre” es lo que da pie justamente a la “inhumación de los cadáveres”, no hacerlo es un gesto en si culturalmente violento. Estos diferentes grados de podredumbre comparecen a su vez sobre el cadáver de un N/N, un anónimo fotográfico.
Esta segunda violencia hacia el “desamparado”, hacia el cuerpo no reclamado, abandonado, y que aguarda en las morgues, sería llevada a cabo como una “violencia teatral” sobre el cadáver “no ritualizado”, no despedido, abandonado en cámaras de frío o en piscinas de formalina a su propia y lenta descomposición. El N/N de la morgue es aquel incómodo despojo humano social, desanudado del referente sentimental y social, sin ritual mortuorio alguno. El N/N es el innombrable, el que no alcanza la categoría de difunto y puede ser usado, comprado o arrendado, no en cualquier parte, no en Estados Unidos, si en algún país tercermundista.
La tercera y última, quizás la más dramática de las violencias que acude en las fotografías de Witkin, es la que hace referencia a la “mutilación”. A la desidentificación de la persona a través de la fragmentación. Indudablemente, toda imagen carga a cuestas con la política de su realización y ésta no es la excepción. El tema es constatar la triple operación de transparencia o de invisibilidad propuesta por Witkin al no identificar, no contextualizar y no fechar los cadáveres.
“Las imágenes pasman, las imágenes anestesian”, señala Susan Sontag respecto a las “imágenes fotográficas del sufrimiento”, y sentencia que si bien “las fotografías no pueden crear una posición moral” sí la pueden consolidar y, aun más, fomentar una nueva ética al respecto. El hecho estético en Witkin y su operación fotográfica de congelamiento definitivamente no responden a esta angustia esencial humana que produce la muerte y que desemboca en el “rito funerario”.
¿Rito fotográfico? El cadáver por el cadáver y su violencia, la muerte puesta en escena mismamente, con sus exquisitos procedimientos escenográficos y técnicos, que develan morbosamente su apariencia -cercenamientos, arterias, venas, fluidos, putrefacción-, en desmedro de su espesor identitario. Justamente estos cuerpos, o lo que queda de ellos, “no proceden” –y aquí lo delicado–, histórica y nominalmente hablando “no existen” en la obra de Witkin, sólo “aparecen de la nada”, cosificados, espectacularmente en un escenario de lo humano degradado, teatralmente, como marionetas en una “representación de lo atroz”.
A continuación, compartimos con ustedes algunas de las fotografías de la autoría de Joel Peter Witkin:
Fuente: Artishock Revista
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