Se registró en el Hotel President de Kansas City con el nombre de Roland T. Owen, pero solo era uno de los alias que utilizaba. ¿De quién se ocultaba? ¿A quién iba a asesinar? Y, sobre todo, ¿a qué venía tanta insistencia de la camarera de pisos por cambiar las toallas de la habitación?
El hombre estaba sentado en el cuarto a oscuras, las cortinas estaban echadas y él parecía mirar a un punto fijo. “¿Le importa dejar la puerta abierta cuando se marche? Estoy esperando a un amigo”, le dijo a la camarera de pisos que había ido a hacer el cuarto. Ella pasó el aspirador, ahuecó las almohadas, salió por toallas limpias y cuando regresó a la habitación encontró una nota en la puerta: “Vuelvo en 15 minutos, Don. Espérame aquí”. Eso fue cuanto ocurrió ese día. Un 2 de enero de 1935. Hacía un frío del carajo en Kansas City (Missouri), uno de esos inviernos que te escarchan la sangre.
Se había registrado en el hotel como Roland T. Owen, el huésped de la habitación 1046. Tenía una de esas orejas que los boxeadores llaman de coliflor, una cicatriz muy fea en la cabeza y llevaba todo su equipaje en sus bolsillos: un peine, un cepillo de dientes y pasta dental. Al botones del Hotel President que lo acompañó al cuarto le comentó que iba a alojarse en otro hotel, pero no quedaban habitaciones.
La mañana siguiente a su llegada -eso fue el 3 de enero-, la puerta de la habitación 1046 estaba cerrada por fuera. Cuando la camarera entró pensando que el hombre se había ido, lo encontró de nuevo a oscuras. Hablaba por teléfono: “No, Don, no quiero comer. No tengo hambre. No, ya he desayunado”. Luego el hombre, Owen, se marchó y regresó a las horas con un rasguño en el brazo, como si se hubiera metido en una pelea. Y ya no salió más. O sí lo hizo. Pero no de la misma forma en que entró.
La noche fue algo movida, incluso para un hotel como el President que había acogido una convención republicana y a Frank Sinatra cantando con su garganta de oro a un público selecto entre mafiosi y no mafiosi. Primero había sido Owen, otra Owen, Jean, alojada en la habitación de al lado, quien se quejó de que la pareja de la 1046 estaba discutiendo a gritos y luego hubo jadeos. Sí, jadeos, dijo.
“Estoy bien, me he caído en la ducha”, murmuró el huésped de la 1046 tirado en un charco de sangre.
Después, una camarera de pisos que no hacía más que cambiar toallas había recibido una reprimenda furiosa de alguien que no era Roland T. Owen cuando golpeó con los nudillos la puerta de su cuarto. “¡Lárguese! ¡No necesitamos toallas!”, le chilló la misteriosa voz. Y para colmo, el teléfono del cuarto descolgado una hora y otra. Y ahí seguía descolgado, cuando uno de los botones del hotel subió al cuarto para indicarle al huésped de la 1046 que hiciera el favor de dejarlo en su sitio y lo encontró muy malherido, presuntamente ebrio, tumbado en la cama y con el teléfono en el suelo. ¿Qué podía hacer más que colgarlo?
Luego volvieron a descolgarlo y esta vez el botones hizo uso de su llave maestra. Cuando entró en la habitación descubrió al huésped desnudo en un charco de sangre. Y sangre en la cama, y en las paredes. Por todas partes. “Estoy bien –murmuró-, me he caído en la ducha”.
Los botes de champú, jabones, toallas y las pertenencias del huésped de la 1046 habían desaparecido de la habitación y cuando la policía llegó solo encontraron la colilla de un cigarro, la etiqueta de una corbata, una horquilla de pelo y las huellas de otra persona en el teléfono.
“Mañana Le Mataré”
Un conductor llamado Robert Lane leyó la noticia del asesinato en el periódico y acudió a la policía asegurando que había recogido a ese hombre, a Owen, haría un par de días. Lo llevó a una parada de taxis porque estaba malherido y no contestaba a sus preguntas, solo dijo: “Mañana le mataré”.
A su funeral no asistió nadie más que los detectives que llevaban el caso. Pero alguien envió una corona de flores con una nota. Decía: «Te amaré eternamente, Louis».
La Policía había empapelado de carteles la ciudad después de que el huésped hubiese muerto en el hospital y comprobado que no existía ningún Roland T. Owen. De inmediato, empezaron a recibir llamadas de otras personas que juraban haber visto al huésped en bares acompañado de muchas mujeres y que se había registrado con otros nombres en hoteles de Kansas City.
“Se metió en una pelea…”, una mujer sin identificar llamó a la funeraria para hacerse cargo de una parte del funeral. ¿Tal vez la misma que había escuchado la otra huésped, Jean Owen, discutiendo con Owen o con el otro hombre -¿Don?- en la habitación 1046 la noche anterior al asesinato? “Los tramposos siempre consiguen lo que les conviene”, masculló otro tipo anónimo cuando telefoneó a la misma funeraria ofreciéndose a pagar la otra parte del sepelio y dio las señas de dónde debían enterrarlo -“cerca de mi hermana”, añadió-.
Al funeral del misterioso Roland T. Owen, a veces John Doe, otras el huésped de la 1046, no acudió nadie más que los detectives que investigaban el caso. No obstante, alguien encargó una corona de flores en una floristería de Kansas. La corona llevaba una tarjeta, decía: “Te amaré eternamente, Louis”.
Un año más tarde, una familia denunciaba a la policía que el rostro de los periódicos era el de su hijo desaparecido, Artemus Ogletree, de 17 años. No obstante, meses después de su supuesta muerte aún recibieron dos cartas donde el muchacho les explicaba que estaba viajando por Europa, y también la llamada de alguien que decía ser un amigo de Artemus informándoles de que se había casado y vivía en El Cairo. El caso sigue abierto. Las toallas de la habitación 1046, limpias.
Fuente: The Objective
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