En vano resulta seguir hablando de Ernesto Guevara, la figura. No importa cuántas evidencias haya en su contra, cuántos relatos desgarradores lo revelen como el monstruo que realmente fue, ni cuántas confesiones existan: para muchos seguirá siendo poco menos que un santo, un verdadero líder del pueblo cuyas únicas luchas eran la reivindicación de la igualdad y de la libertad.
Claro que el heroísmo de Guevara pertenece más a la ficción que a la realidad. Ernesto Guevara fue un asesino, y no hay acotación que lo reivindique o justifique. No hay nada glorioso ni virtuoso en matar (y finalmente, morir) por aquello en lo que uno cree. Hitler mató (y murió) por lo que creía. Lo mismo hace cada terrorista de la actualidad; cada kamikaze de ISIS. No hay poesía en morir por las causas que uno sostiene que, en la infinita subjetividad humana, son justas.
El fanático, en su condición, está convencido de que su causa es objetivamente justa. Es en esta certeza falaz que nacen comentarios tales como “no se puede comparar” o “hay que entender el contexto histórico de los hechos”. Estas apostillas en muchas ocasiones brillan por su ausencia, y aparecen pretextos de estilo “¿y lo que hace el otro?” o “el enemigo tenía que ser combatido”. En resumen, el fanático cree que a veces la violencia es condenable en la mayoría de los casos, pero en algunos, no solo es deseable, sino que es el único camino.
Pero la moral no se puede relativizar. Matar está bien siempre o mal en cada coyuntura. La represión es condenable sin importar si el represor se apellida Maduro o Rajoy. El uso personal de dineros públicos es innegablemente repudiable, independientemente de la magnitud de los gastos –algo que otro ídolo díscolo, José Mujica, pretende minimizar–.
Cuando Guevara y los Castro asesinaban en la sierra, lo hacían sin juicios de por medio. Las supuestas faltas del acusado no pasaban, en la mayoría de los casos, de simples rumores o sospechas infundadas. Todo esto en obvia violación de los artículos 7, 8, 9, 10, 11, 12 y 13 de la Declaración de Derechos Humanos –por nombrar solo un caso–.
Por esas grandes ironías de la vida Guevara, un homófobo y racista declarado, forma parte del imaginario colectivo como la viva imagen de la libertad y la justicia. ¿Cómo nos pudimos haber equivocado tanto?
Si sirve de consuelo, no es la primera vez que lo hacemos –y es altamente probable que no sea tampoco la última–. Aplicamos el mismo método con John Lennon, un esposo golpeador, un padre ausente que se burlaba de las personas discapacitadas. Pero habló y cantó de paz; ¿qué más evidencia necesitábamos? Alguien que canta a la paz deriva en un indiscutido pacifista y un buen modelo a seguir.
Los seres humanos buscamos ídolos de manera desesperada. Queremos creer que existe alguien que no está tan roto: Es en ellos que radica nuestra esperanza. Y para probar su existencia iremos contra todos y todo, incluso contra la verdad.
¿Por qué es importante desmitificar a Ernesto Guevara? ¿Por qué no lo “dejamos ser” como a Lennon, el icono de virtudes imaginarias? Simple: Porque Guevara dejó un discurso violento encarnado en la sociedad, un montón de ideas unidas solamente por el odio que han roto comunidades enteras. Guevara no es solamente una pieza esencial de “la grieta”, es también su causa.
Guevara dejó un legado de sangre, revanchismo y desprecio hacia el otro. En los hechos, se asemeja mucho a Adolf Hitler. La única diferencia real entre ellos es su perorata.
Por supuesto que escribir estas palabras traerá consecuencias. Al fanático no le gusta que le toquen a sus figuras: las aceptó así, sin cuestionarlas, y así –justificándolas– las adora. Quien ponga sobre ellas un manto de juicio, es sin dudas un ignorante, alguien ajeno a realidades que solo él –un iluminado intelectual– comprende.
Ese en el mejor de los casos, claro está. En la mayoría de las ocasiones objetar a Guevara (o a Lenin o a Mujica o a Chávez) nos convierte en un agente de la CIA que “le hace el juego” a la derecha y conspira contra todo lo bueno (los “logros sociales”) que la izquierda nos ha impuesto. Somos parte del Gobierno masón-judeo-conservador-capitalista-supremacista blanco del Nuevo Orden Mundial. Sí, para el fanático, todo eso hace más sentido que Guevara admitiendo que le gustaba matar.
Para evitar que los episodios más tristes de nuestra historia se repitan, es menester conocerla. Desmitificar a Ernesto Guevara es un buen comienzo.
Fuente: PanamPost
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